CONFIESO QUE HE LEÍDO

Desde que inicié mi voraz predilección por la lectura. Recuerdo haber leído en la adolescencia la colección de literatura de mi tío. Ésta se componía de tres enciclopedias la Espasa, la Universal y otra que promocionaba la editorial del Círculo de lectores. Durante mi tiempo de convivencia con la familia de mi tío estuve encargada del mantenimiento de la biblioteca. Allí también se hallaban las joyas de la literatura colombiana donde amé y lloré Mientras llueve de Fernando Soto Aparicio, tal vez porque era la historia de una mujer condenada en injusta causa; me recordaba las noches de impotencia de mi madre cuando en su trabajo recibía amonestaciones y humillaciones por su procedencia de pueblo. Así mismo, Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazabal por mucho tiempo me dejó el cuerpo abierto en el pico de una montaña, entre la línea divisoria de dos partidos políticos que ufanaron vida y gloria de un país. El hábito de mi tío por la lectura fue una herencia -poco a poco- fui comprendiendo su valor. Recuerdo su problema de estreñimiento y sus extensas sentadas en el baño con un buen libro en la mano. No fue raro encontrarse un nombre como Prohibido para los nerviosos de Alfred Hicthcokc sobre la tasa, nunca avancé en sus páginas porque su nombre ya me lo prohibía.
Yo era la menor de todos mis primos. Mi hiperactividad fue mal entendida por mi madre como una enfermedad, pues algunos profesores y hasta familiares le recriminaban mi comportamiento. Solo tuve calma y consuelo cuando el mundo apasionante de los libros logró conducir mis energías a otros senderos, otras posibilidades del sueño y de la vida. El día que El perfume de Patrick Sushkin estuvo en mis manos a los once años como  consecuencia de un castigo, ese día, nació una pasión secreta –yo diría mi venganza- porque ninguno de mis familiares o amigos podían alcanzarme al territorio de la imaginación. Nadie podría acusarme de mi inquietud, ni siquiera mi madre comprendió en que momento su hija se convirtió en una escritora silenciosa. En la niñez ya escribía cartas para conmover el corazón; los acrósticos fueron mi salida para reconquistarla después de cada rabieta ocasionada. De la biblioteca familiar recuerdo que competía con mi primo James Hidalgo por escribir la poesía “más volada”. Para inspirarnos compartimos una joya del siglo de oro español donde estaban los poemas de Miguel Hernández, especialmente, recuerdo un poema que hablaba de una mosca que le rodeaba la cabeza al poeta y cómo su movimiento escribía trazos en el aire -seguro si vuelvo a éste poema no revelará nada de lo que me imaginé en mi niñez-. Esa vez mi primo ganó con un extenso soneto que puso a volar todos los utensilios de la cocina. Perdí porque me detuve más en buscar palabras sonoras que en hilar una idea. Lo cierto, secretamente el mundo abría sus fauces, sus ruidos, sus imágenes fijas de ciudades y montañas, sus caminos entreverados, sus signos invisibles. Aún en mis recuerdos hallo los pasos de un iniciado entre los laberintos de las pirámides de Egipto. Algún tiempo sospeché que podía ser monja y hacer mis votos al conocimiento de las letras, tras seguir las rutas que condujeran a la sabiduría. Pero, no tardaron otros libros en engañarme de tal propósito, las colecciones sobre el cuerpo humano me sedujeron a otro tacto, a la exploración de los miembros excitados o las posturas sugerentes de los amantes en el estudio del amor. Estos libros que en otras alacenas serían menos preciados como pornografía. Realmente, en nuestra casa existieron toda clase de atlas que se disputaban entre los álbumes familiares y las barbies de mi prima. La biblia fue otro libro. La clase trabajadora se permitía su biblioteca kisth aunque no le tuviese nombre.

A mis trece años cuando mi madre se casó y nos fuimos de casa de mi tío. Tuve la fortuna de acceder a la biblioteca municipal de Dosquebradas. En esos tiempos todos los libros estaban nuevos y el préstamo concedía ocho días con el carnet. Al final, me hice amiga del bibliotecario -podía llevar más de la cuenta y hasta los días que acabara las lecturas-. Siempre he creído que nos acercamos más a los libros por otros sentidos más allá de la vista. El olfato es imprescindible para un gran hallazgo, las páginas nuevas recobran en nosotros cierto bienestar, una primera lectora. Las páginas viejas y sus ácaros recobran un respeto por los libros que también se vuelven ancianos. El tacto nos permite reconocer una segunda piel en sus portadas, a veces, los altorelieves de sus títulos sugieren una geografía propia. Recuerdo que en la época que recurría a prestar en la municipal, ciertos escritores se convirtieron en mis ídolos como Gabriel García Márquez, a quien coleccioné en afiches y dispuse en la decoración de mi cuarto. Milán Kundera me sedujo en La insoportable levedad del ser a los catorce años y una puerta extensa se abrió para Tolstoi con Ana Karenina en Guerra y Paz. Recuerdo bautizar a mi primera perrita Karenina en honor a la acompañante fiel de Teresa, cuando le colocaba toallas higiénicas al animal como a una humana, proyectando su maternidad frustrada. En la medida que esta pasión fue ganando terreno en mí. Busqué las terrazas, los parques, las habitaciones solitarias, todos los lugares que pudieran evocar el eco de mi imaginación. Así mismo, fui encontrando amigos que compartían esta misma pasión y el deporte: Mario, Giovanni, Mauricio, Julián “caremuñeca”. No tardamos en entrenarnos en largas conversaciones y debates, así nació el SETH en Santa Teresita. Una biblioteca barrial que abrieron en conjunto estos amigos, se convirtió en el punto de encuentro. Años después, ellos cumplieron su sueño de hacer un instituto. Lo cierto es que estos debates fueron mi crecimiento crítico y el pasaporte a la universidad. Donde aprendí a reconocerme como la lectora que Piglia le atribuye a Macedonio Fernández de “lector salteado”, este tipo de lector cibernauta o de la red. Aquel tipo de lector con interrupciones de la vida cotidiana que se impregnan a la lectura: como es escuchar el álbum de un cantante favorito asociado a la lectura de una novela o poesía; o estar leyendo a la par un e-mail, tener el fb activo. No hay que ser licenciada en letras para alcanzar una lectura en movimiento. 


Carolina Hidalgo

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