La lectura


Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia que tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad. La atención responsable a la hechura de las cosas, la fraternidad que contagiaba un destino común, en fin, la búsqueda de una sabiduría cordial que no nos induzca a mentirnos demasiado.
Eugenio Montejo[1]

Al final del primer año fui una de las mejores lectoras, no porque los reglazos de la profesora Dalila me dolieran, muchos compañeritos desertaron ante tal ultraje. Sino porque mi madre ante tal sistema retrógrado que además le costaba en la canasta familiar, no le denunció, sino que humildemente buscó los mejores cuentos ilustrados de los hermanos Grimm, los cuentos de Rafael Pombo, poemas de Antonio Machado y cuanto libro le dijeran era “bendito para aprender a leer”, para dedicarse las tardes enteras a ser mi maestra. La circulación del libro infantil era sugerida en casa, éramos muchos primos y nos heredábamos los materiales de estudio; en cambio, la biblioteca de la escuela de lo abandonada era el lugar propicio para iniciar una historia de terror. Ante el temor de que perdiera el año, no puedo olvidar las palabras de mi madre insistía en que me educara para que fuese “alguien en la vida”. Según su intuición, el camino era aprender a leer y a escribir. En la constitución del 91 se agudizaron las campañas de alfabetización; Colombia se abrió al mundo, en la medida que el comercio y la industria crecían, el discurso educativo giraba alrededor de las competencias. Tal vez en el fondo “ser alguien en la vida” era ser alguien que pueda trabajar y sobrevivir en un sistema neoliberal como el colombiano. Una activa pieza de engranaje. Se aprende a leer para conducirnos en los manuales del sistema financiero compre-endéudese, tal vez, ser consumidores de un periódico amarillista. Pero, lectura crítica, divertida, política, libre, lo dudo; pocos maestros se escaparon a caer en tal instrumentalización de la educación. Así que mi madre se dedicó horas a enseñarme las vocales, las combinaciones del abecedario, las sílabas que se estrujaban unas a otras en palabras acompañadas de imágenes. Su táctica sorprenderme con las ilustraciones, y en la medida que deslizaba la vista por los signos, mis labios entonaran su mágica música y así llegar a su comprensión. Recuerdo el tablero verde dibujado el Pájaro loco y su ábaco pintada la bandera; las clases en el solar (patio trasero) donde escribí mis primeras copias de adivinanzas y fábulas; allí leí: a Rafael Pombo con su pobre viejecita, Ami el niño de las estrellas., Platero y yo, Alicia en el país de las maravillas. Muy bien, Sylvia Molloy en una investigación sobre la escena de la lectura, analiza la escritura autobiografía de escritoras como Victoria Ocampo, Clarice Lispector que recuerdan en su infancia el encuentro con el libro como algo definitivo para sus carreras: “El encuentro del yo con el libro es crucial: a menudo se dramatiza la lectura, se la evoca en cierta escena de la infancia que de pronto da significado a la vida entera.” (Molloy 1996, 28)






[1] Eugenio Montejo, El taller Blanco y otros ensayos, pág, 89. Sibila Fundación BBVA, Bogotá 2014. 

Comentarios

Entradas más populares de este blog