Colibrí
N°
523
Año
IX
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En nuestra
infancia la pusilanimidad es propia de la edad temprana, nos cobijamos
entre las sombras y el silencio y las relaciones con nuestro mayores son
más en busca de protección que de comunicación.
Bajo éste
amparo nos cubrimos para tener un puente afectivo con nuestros mayores. En
nuestro mutismo algunos se soslayan con el amigo secreto, mientras otros
creen hablar con las plantas, con el
follaje, con los árboles; o entablan una correspondencia con el viento, con
las aves, con el celaje. Y los más introvertidos se quedan con las sombras
y el silencio,
Ya en la
segunda infancia, en la escuela, el entorno cambia y ello da la oportunidad de la lúdica, del recreo,
entonces algunos salen del cascaron y se lanzan al mundo exterior, con la
vitalidad de ser niños. Pero otros perduran en su ostracismo y si no fuera
porque la escritura, la música, el dibujo y la lectura ofrecen un horizonte
diferente ese niño se tornaría adulto: tosco y hostil.
Pero ante ese
otro universo el infante parco halla en la fantasía el milagro de la
comunicación, entonces su manifestación lo conduce a la creación, al arte:
a ese otro cosmos en el que definitivamente se encubre para su fortuna y
redención.
Vienen otras
edades y allí permanece incólume o bien en la charla del café, en la
tertulia o en la bohemia para conservar hasta el fin de sus días ese niño
oculto que solamente encuentra complacencia en el lenguaje cifrado de lo sensible,
expresado con la simplicidad de su alma infantil.
De allí que ya
en su tercera infancia, la edad provecta, tiene el bagaje suficiente para
iniciar el abalorio final, desprendido de toda vanidad y vacuidad; y se
puede dar el boato de hablar solo aún delante de los otros, sin importarle
siquiera si el mismo se entiende.
Pereira, Risaralda, Colombia
24 de abril de 2.017
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